sábado, 21 de diciembre de 2013

ROMANCES Y LEYENDAS DE ZAMORA

 
 
 
 
 
 
 
 
 
Leyenda de La Cabeza de Piedra
 
Los fuertes calores del verano arrojaban a los zamoranos fuera de las murallas en busca del frescor de los bosques próximos. El más concurrido por el espesor y belleza de su fronda y por la delicadeza de las aguas de su arroyo era el de Valorio. Además desde él podían divisarse las fuertes almenas y los poderosos cubos que protegían el castillo de la ciudad.
Corría el año 1173 y una nueva construcción empezaba a descollar junto al castillo. Era una cúpula gallonada, con cupulines en sus ángulos y con airosas ventanas en su tambor. Todavía se apreciaban andamios en sus cubiertas. Desde el bosque no podía contemplarse su ábside semicircular con absiolos ni las otras tres fachadas ya terminadas. Ahora se estaban también dando los últimos remates al claustro, mientras que sólo se apreciaban los cimientos de lo que sería la gran torre de la Catedral. Ésta había sido una apuesta de la voluntad de Alfonso VII. En efecto, desde que acudió en 1125 a la antigua iglesia del Salvador para asistir al acto en que su primo, el futuro rey de Portugal, Alfonso Enríquez fue armado caballero, se prometió que la ciudad de Zamora merecía una gran catedral que pudiera dar cobijo a una población en alza, que ahora debía quedarse fuera por falta de espacio.
 
Tras su coronación como emperador en 1135, empezó los preparativos para la construcción, que comenzó con el derribo de la vieja iglesia y el inicio de las obras de la nueva. Su hijo, Fernando II, siguió la labor de su padre, que ahora estaba terminando.
Por un estrecho sendero del bosque, doña Inés Mansilla y su aya iban comentando la belleza de esa cúpula de tonos rojos al atardecer, cuando de repente tres jóvenes a caballo aparecieron ante sus ojos. Uno de ellos, paró inmediatamente su caballo y quedó mirando a la joven; ésta hizo lo mismo con él. Casi, instintivamente, él bajó del caballo y avanzó a saludarla. Se presentó como Diego de Alvarado y le pidió permiso para poder volver a verla. Inés nunca había visto galán tan apuesto y aceptó
volverlo a ver en ese mismo bosque.

Diego de Alvarado comprendió en ese instante que su vida estaba unida ya para siempre a esa joven de cabellos y ojos negros. Su vida de calaveradas tenía que terminar. Cuando miraba hacia atrás se avergonzaba de esa vida. De niño, había visto cómo su padre, jugador y mujeriego empedernido, arruinaba la casa familiar vendiendo para pagar las deudas las grandes propiedades de la familia. Su madre murió joven de tanto disgusto y él emprendió la vida fácil que le marcaba su progenitor. Ahora, sólo disponía de la casa solariega y de su apellido; todo lo demás lo había perdido. Vivía de lo que algunos deudos le regalaban y de las invitaciones de sus amigos, pues, como buen noble, él no había nacido para el trabajo manual. Tenía siempre la esperanza de que en alguna de las incursiones contra los musulmanes, llegara su oportunidad de destacar y ascender en el favor real; pero lo más que había obtenido eran unas monedas de oro del botín, que consumía en cuatro días de juerga.
Muchas fueron las ocasiones en que los jóvenes volvieron a encontrarse. Estas continuas salidas de Inés no pasaron inadvertidas para su padre, don Pedro Mansilla, que mandó a uno de sus criados seguir a su hija y a su aya para conocer dónde iban y con quién se encontraban. Cuando se enteró de que era con don Diego con quien se veía frecuentemente, llamó a Inés y, después de mostrarle todos los defectos del joven, llegó a lo que para él era más importante:

– Además, está totalmente arruinado. Y si se ha fijado en ti, posiblemente sea por tu dote, que acabará perdiendo en el juego. Te prohíbo terminantemente que lo vuelvas a ver. Y prepárate porque estas tonterías de juventud te las curo yo rápidamente casándote con alguien digno de ti. Doña Inés corrió a sus aposentos y no paró de llorar en varios días. Don Diego, que no la había vuelto a ver, suponía que algo malo pasaba. Así que se apostó a la salida de misa del domingo y, cuando ella y el aya se separaron de don Pedro para regresar a casa, se acercó a ellas. Inés no pudo contener los sollozos al verle.

Entre llantos le contó la decisión de su padre. Diego le prometió que conseguiría tanto oro que el avaro de don Pedro no podría negarle su mano. Salió enfurecido, mientras el corazón de Inés palpitaba agitado por la decisión de su amado.
Diego sabía que no podía perder a Inés por culpa del dinero. Los amigos no podían ayudarle más de lo que ya lo estaban haciendo y la suerte de la guerra le había sido esquiva hasta el momento; del juego poco podía esperarse, pues su situación bien lo demostraba. ¿Cómo conseguir ese dinero que necesitaba?

Al encontrarse con sus amigos, halló la solución. Es más, creyó que hasta la propia providencia divina le había marcado su camino. Le comentaron que al día siguiente tenían que salir a escoltar hasta la Catedral un convoy real, cargado con el oro y las alhajas necesarias para dar fin a las obras de la nueva seo.
En seguida, buscó a un par de rufianes con los que había compartido más de una juerga nocturna y les pidió que al día siguiente por la noche acercaran un carro a la ventana próxima a la portada Sur de la Catedral. Cuando al atardecer del día siguiente llegó acompañando el carro cargado de las arcas reales, aprovechó para esconderse tras los gruesos pilares de la Catedral hasta que las sombras de la noche llevaron el silencio a los recios muros. Entonces se dirigió hacia el lugar en el que habían quedado depositados los férreos arcones, violentó las cerraduras y pudo sentir entre sus manos los dorados sones de las monedas, mientras en sus dedos se enroscaban collares de piedras preciosas. Inés ya era suya.
Cargando toda esta riqueza como podía se la fue pasando a sus compinches por la ventana. Mas, cuando intentó salir él por la misma, la ventana se cerró en torno a su cuello, como si fuera un pétreo grillete. En la soledad de la noche sus gritos desesperados fueron oídos por la guardia del castillo; pero poco pudieron hacer por el desgraciado joven, que murió asfixiado; en cambio sirvieron para detener a los otros dos compinches y recuperar el carro cargado de oro.
A la mañana siguiente, la noticia sacudió la ciudad. Doña Inés, incrédula, corrió desesperada hasta la Catedral, donde sólo pudo contemplar la mueca de dolor del antes apuesto Diego. Sintiéndose culpable de esa muerte, entró en un convento próximo a la Catedral, donde permaneció hasta su muerte. En cuanto al cuerpo del joven, como ejemplar castigo, se petrificó fundiéndose con el muro de la iglesia.
 

                                                                       EL PROFETA


                                                           Ramón de la Calle Esteban

1 comentario:

Sor.Cecilia Codina Masachs dijo...

Hola Ramón:
Hoy es una noche Santa.
Feliz Navidad.
Con ternura te dejo un beso navideño con Jesús, nuestro Salvador.
Sor.Cecilia